Friday, August 7, 2009

El valor humano de amar al Creador


UNA EXPRESIÓN DEL CORAZÓN

La dulzura al admirar la grandeza del Dador Supremo es incomparablemente hermosa. Es un regalo que responde al ofrecimiento de que si buscas hallas, si pides recibes y si tocas a la puerta serás bien recibido.
Las palabras que conocemos no alcanzan para denotar lo sublime del sentimiento de reconocer a la Divinidad. Palabras tales como refugio, protección, omnipresencia, perfección, así como muchas otras, siempre serán insuficientes para expresar algo de las inmensas maravillas del Hacedor Supremo. Valorar Su bondad es una preciosa y fresca vivencia de amor.

Pero no basta con saber que Él es el Océano Dador. Es deseable la certeza de que sus olas vienen y van. Que bañarse en Sus aguas es precioso por el disfrute que se experimenta.

Y quienes se extasían al entrar en contacto con este Océano majestuoso y sereno saben que al regresar a la realidad cotidiana quedarán impregnados de esa hermosura, quedarán enamorados de esa Divinidad. Y tendrán ojos para el encanto de cada flor, de cada forma de vida, de cada atardecer.
Se da entonces una linda interacción: a mayor deleite en este Océano Divino, mayor goce de la Creación. Y a mayor disfrute de la Creación, mayor amor por este Océano. Una retroalimentación plena de magia. Un juego de ir y venir como el de las olas que descansan en la playa y regresan a su mar, un vaivén que se balancea entre la admiración y el goce.

Océano de dicha, sabemos que tener confianza en ti cuando nos rodea la desesperanza, no es fácil. Permítenos por tanto saber que en toda circunstancia, en toda dificultad, en todo lugar, en todo tiempo, en toda oscuridad, podemos gozar de tu compañía y protección.

Como el sol, eres generoso y brillas para todos.
Al igual que la luna, iluminas las noches más oscuras.
Como las estrellas, multiplicas tus destellos.
Cada girasol irradia tu belleza.
Eres suave y fuerte como el viento.
Posees la claridad del agua pura.
Y eres fuego que hace crepitar la brasa.

Por: Miguel Yepes y María Eugenia Hernández